martes, 15 de abril de 2008
Anton Chéjov - En la oficina de correos
(Relato que he traducido para la universidad y he disfrutado leyendo)
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Hace unos días enterrábamos a la joven mujer del viejo cartero Sladkopertzev. Habiendo sepultado a la bella difunta y siguiendo la costumbre de nuestros padres y abuelos, nos dirigimos a la oficina de correos para celebrar el banquete de difuntos.
Una vez servidas las tortitas, el viudo se echó a llorar amargamente diciendo:
- ¡Estas tortitas tienen el mismo sonrojo que tenían las mejillas de la que ahora enterramos! ¡El mismito!
- Sí, -asentimos los asistentes- era verdaderamente hermosa... ¡Una mujer de bandera!
- Sí... Todos quedaban admirados al verla... Pero Dios sabe que yo no la quería por su belleza, ni por su dulce carácter. Estas dos cualidades son naturales en el género femenino y pueden encontrarse con bastante frecuencia por el mundo. Yo la quería por otra virtud del alma. A saber: Yo amaba a mi difunta esposa, que Dios guarde en su gloria, porque, con toda la vitalidad y jovialidad de su carácter, era fiel a su marido. Me fue fiel a mí, a pesar de que ella sólo tenía 20 años, ¡y a mí ya me van a caer los 60! Me fue fiel a mí, ¡un viejo!
El diácono, que estaba comiendo con nosotros, expresaba su incredulidad en elocuentes murmullos.
- ¿Es que no cree que así fuera? – se volvió hacia él el viudo.
- No es que no lo crea, - respondió el diácono algo turbado, - pero es que… a las jóvenes de hoy en día les gustan demasiado las salidas, la salsa provenzal,…
- ¡Duda usted, pero yo se lo demostraré! Yo mismo contribuí a su fidelidad mediante varios métodos, por así decirlo, puramente estratégicos. Algo así como una fortificación. Debido a mi carácter y mentalidad astutos, mi mujer no tuvo ocasión de traicionarme ni una sola vez. Hice uso de mi astucia para proteger mi lecho conyugal. Conozco unas palabras que son como mágicas. Digo estas palabras exactas y… ¡ya está! Puedo dormir plácidamente, seguro de su fidelidad…
- ¿Y cuáles son esas palabras?
- Son de lo más simple. Extendí un rumor algo desagradable por la ciudad. Seguro que ustedes lo han oído. Dije a todo el mundo: “Mi mujer Alena vive en concubinato con el jefe de policía Iván Alexeich Zalijvatski”. Estas palabras fueron suficientes. Ni un sólo hombre se atrevía a rondar a mi Alena, pues temían la ira del jefe de policía. Así, solía suceder que cuando la veían echaban a correr, no fuera que Zalijvatski pensara algo. Je je je. Resulta que si te metes en problemas con este ídolo bigotudo no saldrás muy bien parado, pues te pondrá cinco multas por falta de higiene.
- Entonces… ¿eso significa que su mujer no mantenía relaciones con Iván Alexeich?- preguntamos todos asombrados.
- Claro que no, fue todo fruto de mi astucia, jejeje… Qué, os las di con queso, ¿eh, jóvenes? Sí, sí; os las di bien dadas.
Pasaron tres minutos de silencio absoluto. Nos sentamos callados, afectados y conscientes de lo astutamente que nos había engañado el burdo vejete de nariz sonrojada.
- Entonces, ¡por Dios, cásese otra vez! – gruñó el diácono.
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