miércoles, 25 de marzo de 2009

¿La culpa es de Julia o de Frank?

FRANK: Vivo con una chica. Ex alumna. Es muy cariñosa, muy tolerante, me admira muchísimo y pasa un montón de tiempo metiendo la cabeza en el horno.

RITA: ¿Intenta suicidarse?

FRANK: ¿Eh? No, es que le gusta mirar cómo se hace la ratatouille.

RITA: ¿La qué?

FRANK: La ratatouille. Aunque Julia la ha renombrado “el plato de las ausencias”. Puede pasarse varios días haciéndose en el horno. En nuestra casa a veces no le queda otra opción.

RITA: ¿Te ausentas varios días?

FRANK: Ocasionalmente. Y ése es el fin de…

RITA: ¿Por qué lo haces?

FRANK: Y ése es el fin de la conversación.

RITA: Si fueras mío y te ausentaras varios días no volverías a entrar.

FRANK: Ay, Rita, pero si fuera tuyo, ¿crees que me ausentaría varios días?

(Extracto traducido de la obra de teatro Educating Rita, de Willy Russell).

Siempre he odiado a los hombres que descuidan a sus mujeres, más aún a los que les son infieles, el maltrato es ya otra esfera de ruindad. Sin embargo, este texto refleja algo que va más allá del enfoque tradicional del asunto. Algo muy frecuente que demuestra que no necesariamente esa actitud es inherente al hombre, sino que depende también de la mujer. Para ponernos en contexto, tanto Julia como Frank son dos personas cultas y económicamente independientes. Y mi primera pregunta es: ¿de quién es la culpa de las ausencias de Frank? Él desde luego tiene parte de culpa, pero tal y como dice él, ¿se ausentaría si viviera con Rita? ¿No será que Julia debería pasar menos tiempo con la cabeza metida en el horno y más siendo una verdadera mujer?

Aquí alguien podría saltarme a la yugular. "¡Las mujeres no están para servir a los hombres y hacer lo que a ellos les guste!" Pues claro. Pero un hombre espera de su mujer una buena compañera, con muchas buenas cualidades: belleza, inteligencia, humor. Y desde luego las mujeres no deberíamos conformarnos con menos. Tal y como dice Rita, yo no voy a aguantar a un hombre que se cree que puede desaparecer sin más. He ahí la culpa de Julia, que hace ratatouille y se queja en vez de intentar cambiar la situación, o dejarle si cree que es injusto. ¿No es ella acaso una mujer libre? Pero sigue ahí, y eso es lo que hacen muchas mujeres, y nosotras valemos más que eso, joder.

He comenzado esta entrada sin saber muy bien lo que quería comunicar, pero creo que pretendo dar un mensaje de crítica y de apoyo a las mujeres: lo primero es que los hombres son bastante sencillos, quieren una mujer guapa e inteligente que les quiera, y por dárselo no vamos a ser menos, porque debemos exigir lo mismo a cambio; lo contrario lleva a la situación de Julia y Frank. Y lo segundo es que vivimos en un momento en el que afortunadamente no dependemos de los hombres. Si efectivamente no es nuestra culpa que nuestro novio/marido/llámaloX sea un puerco egoísta y ciego, ¿qué diablos nos ata a su triste existencia?

sábado, 7 de marzo de 2009

EL CORAZÓN DELATOR




EL CORAZÓN DELATOR
(Traducción de la obra original de Edgar Allan Poe The tell-tale heart)
Traducción: Inés Goñi Alonso


¡Cierto! Nervioso, siempre he sido terriblemente nervioso y sigo siéndolo. Pero, ¿por qué decir que estoy loco? La enfermedad había aguzado mis sentidos; no los había destruido, ni los había embotado. El oído llegó a ser el más sensible de todos ellos. Oía todas las cosas del cielo y de la tierra. Oía muchas cosas del infierno. Entonces, ¿cómo puedo estar loco? ¡Escuchen! Y observen con qué cordura, con qué calma puedo relatarles toda la historia.

No sabría decirles cuándo se me metió la idea en la cabeza, pero una vez dentro ya no me dio tregua ni de día ni de noche. No había objeto. No había pasión. Yo quería al anciano. Nunca había sido injusto conmigo. Nunca me había insultado. Yo no deseaba su oro. ¡Creo que era su ojo! ¡Sí, eso era! Tenía un ojo como el de un buitre, un ojo de color azul pálido, velado por una fina lámina. Cada vez que se posaba en mí, se me helaba la sangre; así que poco a poco, muy gradualmente, me decidí a quitarle la vida al anciano, y así librarme del ojo para siempre.

He aquí la cuestión: ustedes me creen loco. Pero los locos no saben nada; deberían haberme visto a mí: lo sabiamente que actué, con qué precaución, con qué previsión, ¡con qué disimulo iba al trabajo! Nunca fui más amable con el anciano que durante la semana previa a matarlo. Y cada noche, a media noche aproximadamente, corría el pestillo de su habitación y lo abría… ¡con tal delicadeza! Entonces, cuando la apertura era suficiente para mi cabeza, metía una linterna sorda, y apagada, apagada para que no diera luz, y entonces asomaba la cabeza. ¡Ah, se habrían reído al ver con qué astucia la asomaba! La movía lenta, muy lentamente, para no perturbar el sueño del anciano. Me llevaba una hora asomarla por la apertura lo suficiente como para verle durmiendo en su cama. ¡Ja! ¿Habría sido un loco tan inteligente? Y entonces, con la cabeza ya dentro de la habitación, abría la linterna con cuidado… ¡con tal cuidado!... con cuidado (ya que las bisagras crujían)… la abría lo justo para que un estrechísimo rayo de luz se posara sobre el ojo de buitre. Y así hice durante siete noches seguidas, justo a medianoche, pero siempre encontraba el ojo cerrado; así que me era imposible llevar a cabo mi plan, ya que no era el anciano quien me desquiciaba, sino su Ojo Perverso. Y cada mañana, al amanecer, yo entraba animoso en su habitación y le hablaba sin miedo, llamándole por su nombre en tono cordial e interesándome por cómo había pasado la noche. Así que tendría que haber sido un anciano verdaderamente perspicaz para sospechar que cada noche, a las doce en punto, yo lo observaba mientras dormía.

La octava noche abrí la puerta aún con más delicadeza que de costumbre. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que entonces se movió mi mano. Hasta aquella noche no había sentido el alcance de mi propio poder, de mi sagacidad. Apenas podía contener la sensación de triunfo. Ahí estaba yo, abriendo la puerta, poco a poco, y él ni en sus sueños sospechaba de mis pensamientos o de mi silencioso plan. Me reí bastante sólo de pensarlo, y quizás él me oyó, porque se removió en el lecho de repente, como sobresaltado. Pensarán que entonces yo retrocedí, pero no. La habitación estaba oscura como la brea, con los postigos cerrados a cal y canto por miedo a los ladrones, así que yo sabía que él no podía ver la apertura de la puerta y seguí empujándola suavemente, muy suavemente.

Tenía la cabeza dentro y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló con el cerrojo de latón y el anciano se incorporó rápidamente en la cama gritando: “¿Quién anda ahí?”

Me mantuve quieto y en silencio. Durante toda una hora no moví un músculo, pero no le oí tumbarse. Seguía sentado en la cama escuchando… igual que yo he escuchado, noche tras noche, el sonido de la carcoma en la pared.

Al rato oí un ligero gruñido, y supe que era un gruñido de profundo terror. No era un gruñido de dolor o de pena, ¡oh no!, era el sonido grave y ahogado que surge del fondo de un alma sobrecogida. Conocía bien ese sonido. Muchas noches, a medianoche, cuando el mundo duerme, ha brotado de mi propio pecho, intensificando con su espantoso eco los horrores que me desvelan. Digo que lo conocía bien. Sabía lo que sentía el anciano y lo compadecía, aunque en el fondo me hacía gracia. Sabía que él llevaba ahí despierto desde el primer leve ruido, cuando se removió en el lecho. Sus temores habían ido aumentando en su mente desde entonces. Había intentado convencerse de que no era nada, pero no podía. Había intentado calmarse pensando: “No es más que el viento en la chimenea, tan sólo es un ratón que ha pasado corriendo, el chirrido interrumpido de un grillo…”. Sí, había intentado tranquilizarse con todas esas suposiciones, pero había sido todo en vano. Todo en vano, porque la Muerte, acechante, ya había apostado su oscura sombra frente a él, envolviendo a su víctima. Y fue esa lúgubre e inadvertida influencia de la sombra la que le hizo sentir, aunque sin verla ni oírla, sentir la presencia de mi cabeza en la habitación.

Tras esperar pacientemente durante largo rato, y como no lo había oído tumbarse, decidí abrir una pequeña, pequeñísima rendija en la linterna. Así que la abrí, no pueden ni imaginarse con qué sigilo, hasta que finalmente un rayo tenue y fino como el hilo de una araña salió disparado de la rendija y cayó directamente sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, completamente abierto, y al mirarlo enfurecí muchísimo. Podía verlo con todo detalle: azul pálido, con ese horrendo velo que lo cubría y me hacía estremecer hasta la médula; pero no podía ver ninguna otra parte del rostro o del cuerpo del anciano, ya que había dirigido el rayo, como por instinto, precisamente a ese punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que ustedes toman por demencia no es sino hipersensibilidad…? Entonces llegó a mis oídos un sonido leve y rápido, como el de un reloj envuelto en algodón. También conocía a la perfección ese sonido. Era el latido del corazón del anciano. Me enfureció aún más, igual que un tambor llena al soldado de coraje.

Pero aún entonces me mantuve quieto. Apenas respiraba, sosteniendo la linterna inmóvil. Quería probar la firmeza con la que podía mantener la luz sobre el ojo. Mientras tanto, la marcha infernal de su corazón iba aumentando. Sus latidos se hacían más rápidos y fuertes a cada instante. ¡El anciano debía de estar aterrorizado! ¡Los latidos se hacían más y más fuertes! ¿Me entienden? Ya les dije que soy nervioso, y así es. Eran altas horas de la noche, y en el silencio sepulcral de aquella casa antigua, aquel extraño sonido me produjo un terror incontrolable. Aún así, me contuve unos minutos más y me quedé quieto. ¡Pero los latidos ya eran casi ensordecedores! Creí que el corazón le iba a explotar. Entonces una nueva ansiedad se apoderó de mí: ¡algún vecino podía oírlo! Había llegado la hora del anciano. Soltando un alarido, abrí la linterna y entré de un salto en la habitación. Él chilló una vez, sólo una. En un instante lo tiré al suelo y arrojé la pesada cama sobre él. Entonces sonreí para mis adentros, viendo que mi plan marchaba a la perfección. Durante largos minutos seguí oyendo el sonido amortiguado de su corazón, pero eso no me preocupaba demasiado ya que no se oiría a través de la pared. Por fin cesó. El anciano estaba muerto. Aparté la cama y examiné el cadáver. En efecto, estaba bien muerto. Posé mi mano sobre su corazón y la dejé ahí varios minutos. No había pulso. Estaba muerto. Su ojo nunca volvería a molestarme.

Si aún me toman por loco, cambiarán de opinión cuando les cuente las sabias precauciones que tomé para esconder el cuerpo. La noche avanzaba, por lo que trabajé deprisa pero silenciosamente. Primero descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.

Después arranqué tres tablones del suelo de la habitación y deposité los trozos en los huecos. Entonces recoloqué los tablones con tal habilidad, con tal ingenio, que ningún ojo humano (ni siquiera el suyo) podría haber notado nada raro. No había nada que lavar, ninguna mancha de sangre ni de ningún tipo. No en vano había sido yo muy cauteloso: la bañera se lo había llevado todo, ¡ja, ja!

Cuando ya había terminado con todo, eran las cuatro en punto y aún reinaba la oscuridad. Justo daban las cuatro en el reloj cuando llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir con la mente en calma, pues, ¿qué podía temer? Entraron tres hombres que se presentaron amablemente como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche y había temido que se tratara de un crimen; la información había sido transferida al cuartel de policía y ellos, los agentes, habían sido enviados para investigar la zona.

Sonreí, ¿acaso tenía algo que temer? Los invité a entrar. Les expliqué que el grito lo había dado yo por causa de un mal sueño, y que el anciano estaba fuera de la ciudad. Llevé a mis visitantes por toda la casa. Les animé a que buscaran, que buscaran donde quisieran. Finalmente los llevé a su habitación. Les mostré sus tesoros, seguros e intactos. Entusiasmado por la sensación de seguridad, llevé sillas a la habitación y les invité a sentarse para descansar un poco y yo mismo, embriagado por la audacia de un triunfo perfecto, coloqué mi silla sobre el punto exacto en el que yacían los restos de la víctima.

Los agentes estaban satisfechos. Mi comportamiento les había convencido. Yo estaba excepcionalmente relajado. Se sentaron, y mientras yo respondía alegremente, ellos hablaban de cosas triviales. Pero, al cabo de un rato, me sentí palidecer y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y sentía un zumbido en los oídos, pero ellos seguían charlando tranquilamente. El zumbido fue haciéndose más nítido, a medida que avanzaba iba haciéndose cada vez más nítido… Comencé a hablar más animadamente para librarme de aquella sensación, pero seguía ahí, cada vez más clara… hasta que finalmente comprendí que aquel ruido no estaba dentro de mis oídos.

Seguramente palidecí muchísimo, pero comencé a hablar con más fluidez y en voz bien alta. No obstante, el ruido seguía aumentando, ¿qué podía hacer? Era un ruido sordo, apagado y rápido, muy parecido al de un reloj envuelto en algodón. De repente me faltó el aire, pero los agentes no parecían oírlo. Seguí hablando, más rápida y apasionadamente, pero el ruido aumentaba más y más. Me puse en pie y comencé a discutir sobre nimiedades, en un tono agudo y gesticulando violentamente, pero el ruido seguía aumentando. ¿Por qué no se marchaban? Comencé a pasearme por la habitación con ruidosas zancadas, fingiendo enfurecerme por los comentarios de aquellos hombres… pero el ruido seguía aumentando. ¡Dios, ¿qué podía hacer?! Vituperé, maldije, ¡blasfemé! Agarré la silla en la que había estado sentado y la arrastré con fuerza por el suelo, pero el ruido se oía por encima de todo y seguía aumentando más, y más, ¡y más! Y aquellos hombres seguían sonriendo y charlando animadamente. ¿Sería posible que no lo oyeran? ¡Dios santo, no!… ¡Lo oían! ¡Sospechaban! ¡Lo sabían!... ¡Estaban burlándose de mi espanto! Eso creí, y eso creo. ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa era más soportable que este escarnio! ¡No podía soportar esas sonrisas hipócritas ni un minuto más! ¡Sentí que necesitaba gritar o moriría!, y de nuevo, ahí estaba el ruido, aumentando más… y más… y más… ¡¡y más!!

“¡Villanos!”, chillé. “¡Dejad de fingir, confieso! ¡Arrancad los tablones! ¡Aquí, aquí, es el latido de su horrendo corazón!"