lunes, 6 de febrero de 2012

La ironía del destino


Siempre que mi novio y yo nos separamos porque uno de los dos se va de viaje, la noche anterior está llena de besos y abrazos y “te echaré de menos”, como es normal. Y anoche no fue una excepción, pero esta mañana nos habíamos propuesto levantarnos con unas horas de margen antes de mi vuelo para tener tiempo de desayunar tranquilamente y darnos un baño y... despedirnos como es debido, vaya, pero no ha sido así. Una mezcla de impulso por arreglar asuntos burocráticos en el último momento y reproches absurdos varios ha estropeado un poco la atmósfera nostálgica, y nos hemos montado en el taxi un poco desinflados (al menos yo). Hemos pasado el viaje al aeropuerto dados de la mano y mirando en silencio el paisaje de Kiev, infestado ahora de publicidad sobre la próxima eurocopa de fútbol 2012, que la ciudad acogerá este verano.

En el trayecto al aeropuerto he mirado mi cartera y he descubierto que sólo me quedaban 28 euros y tenía que pasar seis horas de conexión en el aeropuerto de Fránkfurt... sin darme cuenta, en el viaje de ida sólo había dejado dinero suficiente para pagar el taxi de vuelta a casa, y mi novio sólo tenía dinero en hrivnas ucranianas. Bueno, total mi madre iba a estar esperándome en casa esta noche, me lo confirmó ayer. “Cojo un taxi y al llegar le pido dinero a ella”, he decidido. Así podría gastar los euros que tenía en comer algo en Fránkfurt. Pero, por si acaso, una vez depositado el equipaje en el mostrador de Lufthansa y sentados los dos hasta que llegara mi hora de embarque, he intentado llamar a mi madre para avisarle y asegurarme de que iba a estar en casa a mi llegada y de que iba a tener dinero suelto para pagar el taxi, pero no he dado con ella.

Entonces, en vez de tratar de confortarme, decirme que no pasará nada y que le llame cuando llegue, mi novio me ha dado un discurso académico sobre lo estúpida que soy (como continuación al breve mensaje introductorio sobre el mismo tema emitido ya en el taxi). Esto, obviamente, no me ha hecho mucha gracia. He puesto morritos y me he callado, como suelo hacer cuando me ofendo, a la espera de un impulso de comprensión y arrepentimiento por parte del ofensor. Como de costumbre, no ha dado mucho resultado. Me he pasado veinte minutos enfurruñada, finalmente le he soltado una retahíla de puyas sobre el poco tacto que tiene y el mal viaje que iba a tener por su culpa, y de esa shakespeariana forma nos hemos despedido, yo asqueada y él saturado, sin siquiera un beso.

Para mejorar mis ánimos, nos han tenido veinte minutos de reloj esperando en el autobús que lleva de la terminal al avión con las puertas abiertas, a treinta bajo cero, rato que yo he aprovechado para acordarme de todos mis amigos de Bilbao que estos días se quejan del frío que hace, y de algunos de sus ancestros.

Al final el vuelo ha salido con más de media hora de retraso, lo cual no era un problema para mí porque, como ya he dicho, tenía tiempo de sobra en Fránkfurt, pero no así mi compañera de asiento y su hija, una bolita rubia que, gracias al cielo, no ha llorado casi (a pesar de mi pesmista pronóstico, visto el día que llevaba). La chica, que según he descubierto más adelante se llama Nastya y es bielorrusa, estaba preocupada porque podía perder el siguiente vuelo y no se arreglaba muy bien en inglés. Yo me he ofrecido a acompañarle por si necesitaba reclamar una nueva reserva, una llamada por teléfono, y todo lo típico en estos casos.

Efectivamente, Nastya no ha podido coger su otro vuelo y, después de hacer todos los trámites pertinentes, me ha invitado a compartir con ella los 20 euros que le han dado para comida y bebida. Era una mujer muy atractiva, casi de mi edad, rubia y explosiva pero sin todos esos accesorios y maquillajes horteras que suelen llevar las eslavas. Vamos, que si no se hubiera lanzado a casarse y tener familia como tantas jóvenes allí, lo mismo podría haber estado bailando desmelenada en un club de Moscú que sentada en esa mesa con su hija y conmigo.

Ha sido entonces, mientras charlábamos saboreando nuestra salchicha vienesa con Franziskaner, cuando he caído en la cuenta de que una de mis facetas más criticadas por Ruslan, la de querer ayudar a todo el mundo como si fuera una especie de ONG frenética, me había arreglado la papeleta generada por otra de mis cualidades que más le irritan, la de mi desastrosa y desordenada existencia, que me había dejado con sólo 28 euros en la cartera. Ahora estaba comiendo gratis y podría guardar ese dinero para el taxi. La idea me ha dado tal sentimiento de victoria que se lo he contado a Nastya, tras lo cual ella ha propuesto un brindis, “Za ironiya sud'by” (Por la ironía del destino).