miércoles, 21 de diciembre de 2011

Rudolfio (de Valentín Rasputin)

     Siempre que hablamos de literatura rusa pensamos en autores como Chéjov, Dostoyevski o Tolstói. Lo cierto es que, desde el comienzo de la era soviética y hasta nuestros días, se va levantando una cortina de humo entre nosotros y la literatura rusa, lo cual es una pena, porque hay infinidad de autores rusos magníficos durante todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI. El género más cosechado en la literatura rusa quizá sea el del relato corto, y aunque la sombra de Antón Chéjov a veces no nos lo deje ver, a día de hoy hay varios autores rusos de relatos cortos muy dignos de leer. Valentín Rasputin es sin duda uno de mis favoritos, y por eso decidí traducir este relato suyo que espero disfrutéis.

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RUDOLFIO
(VALENTÍN RASPUTIN)


El primer encuentro tuvo lugar en el tranvía. Ella le tocó en el hombro con los dedos y, cuando abrió los ojos, le dijo señalando la ventana:



―Su parada.

El tranvía ya se había detenido y él, pegando un brinco, se abrió paso tras ella. Era tan sólo una cría, de unos quince o dieciséis años, no más. Lo supo en cuanto vio su cara redonda girarse hacia él pestañeando, a la espera de una palabra de agradecimiento. ―Gracias ―dijo él―, podría haberme pasado de parada.

Sintió que esto no era suficiente y añadió:

―Hoy ha sido un día de locura, estoy agotado. Y a las ocho espero una llamada, así que menos mal que me has despertado.

Esto pareció satisfacerla y ambos cruzaron corriendo la carretera, mirando de reojo un coche que pasaba con rapidez. Estaba nevando, él vio que el coche que pasaba llevaba puesto el limpiaparabrisas. Cuando cae la nieve, esa nieve suave y esponjosa mientras por encima en alguna parte conspiran las curiosas aves invernales, a uno no le apetece mucho ir a casa. «Esperaré la llamada y volveré a salir», decidió él, volviéndose hacia ella y pensando en qué decirle, pues el silencio empezaba a hacerse incómodo. Pero no tenía ni idea de qué podía o no hablar con ella y estaba aún reflexionando cuando ella intervino:

―Yo a usted le conozco.

―¿De veras? ―dijo él, sorprendido―. ¿Y cómo así?

―Usted vive en el ciento doce y yo en el ciento catorce. Viajamos en el mismo tranvía unas dos veces a la semana. Pero usted, por supuesto, nunca se ha fijado en mí.

―Qué interesante.

―¿Y qué tiene de interesante? A mí no me lo parece. Los adultos sólo prestan atención a los adultos, son ustedes terriblemente egoístas, ¿no es cierto?

Ella volvió la cabeza y lo miró de abajo arriba. Él asintió con un leve gruñido y no añadió nada más, ya que aún no sabía cómo comportarse con ella ni qué decirle.

Caminaron un tramo en silencio. Ella, con la vista fija al frente, declaró de pronto como si nada:

―Pues aún no me ha dicho cómo se llama.

―¿Necesitas saberlo?

―Sí. ¿Qué hay de raro? Por alguna razón, hay gente que piensa que si quiero saber cómo se llama una persona es porque tengo alguna clase de interés enfermizo hacia él.

―Vale ―dijo él―, entendido. Si necesitas saberlo, me llamo Rúdolf.

―¿Cómo?

―Rúdolf

―Rúdolf ―rió ella.

―¿Qué pasa?

Ella se echó a reír aún más fuerte y él, dejando de caminar, se quedó mirándola.

―Rú-dolf ―dijo ella, redondeando los labios y rompiendo de nuevo en carcajadas―. Rúdolf. Y yo que creía que así sólo llamaban a los elefantes del zoo.

―¿¡Qué!?

―No te enfades ―ella le tocó la manga.― Es que me hace mucha gracia, de verdad. ¿Qué le voy a hacer?

―No eres más que una niña ―refunfuñó él.

―Pues claro. Y tú un adulto.

―¿Cuántos años tienes?

―Dieciséis.

―Pues yo veintiocho.

―Pues lo que yo digo: eres un adulto y te llamas Rúdolf. ―Ella se echó a reír de nuevo, mirándolo alegre de abajo arriba.

―Y tú, ¿cómo te llamas? ―preguntó él.

―¿Yo? No lo adivinarías ni en cien años.

―Tampoco voy a intentarlo.

―Y si lo intentaras tampoco lo adivinarías. Me llamo Ío.

―¿Cómo?

―Ío

―No entiendo nada.

―¡Ío! Como “yo” en italiano. Ío.

La venganza no se hizo esperar. Él se echó a reir sin poder parar, echando el tronco adelante y atrás como una campana. Cada vez que la miraba las carcajadas se apoderaban más y más de él.

―Í-o ―resonó en su garganta―. Í-o. 

Ella esperaba, mirando a ambos lados. Cuando finalmente él se hubo tranquilizado un poco, dijo enfadada:

―¿Qué gracia, no? Pues no la tiene. Ío es un nombre tan normal como cualquier otro.

―Disculpa ―respondió él sonriente, inclinándose hacia ella―. Pero es que me ha hecho mucha gracia, de verdad. Ahora estamos en paz, ¿no?

Ella asintió con la cabeza.

Primero llegaron al edificio de ella y detrás estaba el de él. Cuando se detuvieron junto a su portal, ella preguntó:

―¿Cuál es tu número de teléfono?

―Eso a ti no te interesa ―respondió él.

―¿Te da miedo dármelo?

―No es eso.

―A los adultos todo les da miedo.

―Sí, es cierto ―admitió él.

Ella sacó una manita de la manopla y se la dio. 

―Venga, corre a casa, Ío ―dijo, echándose a reír de nuevo.

Ella se detuvo en la puerta.

―¿Ahora me reconocerás en el tranvía?

―Pues claro.

―Hasta el tranvía... ―dijo ella, alzando una mano por encima de la cabeza.

―... en el que coincidamos ―añadió él.


***


Dos días después él se fue al norte de viaje de negocios y volvió dos semanas más tarde. En la ciudad ya se sentía el olor picante y aromático del comienzo de la primavera, que parecía expulsar con su llegada, como un soplido a la ceniza, la tiniebla y la oscuridad invernales.

Tras las nieblas del norte, todo en la ciudad era más brillante y sonoro, incluso el tranvía.

En casa, apenas hubo llegado, su mujer le dijo:

―Hay una niña que te llama cada día.

―¿Qué niña? ―preguntó él, cansado e indiferente.

―No sé. Pensé que lo sabrías tú.

―Pues no, no lo sé.

―Me tiene harta.

―Qué gracia ―sonrió él sin querer.

Estaba tomando un baño cuando sonó el teléfono. A través de la puerta se oían las respuestas de su mujer: sí, ha llegado, se está lavando, más tarde, por favor. Él ya se disponía a acostarse cuando el teléfono sonó de nuevo.

―¿Sí? ―dijo él.

―¡Hola, Rudi, has vuelto! ―en el auricular resonó una alegre voz.

―Buenas tardes ―contestó él, precavido―. ¿Quién es?

―¿No me has reconocido? Ay, Rudi... Soy yo, Ío.

―Ío ―recordó él de repente, echándose a reír―. Hola, Ío. Ya veo que me has escogido un nombre más apropiado.

―Sí, ¿te gusta?

―Antes me llamaban así, cuando tenía tu edad.

―No te hagas el importante, por favor.

―No, qué dices...

Se hizo el silencio. Él, incómodo, preguntó:

―Bueno, Ío. ¿Qué quieres?

―Rudi, ¿quién era esa, tu mujer?

―Sí.

―¿Y por qué no me dijiste que estabas casado? 

―Vaya, disculpa ―bromeó él―, no sabía que fuera tan crucial.

―Pues claro que sí. Entonces qué, ¿la quieres?

―Sí ―respondió él―. Ío, escucha, por favor. No me llames más.

―¡Oooh, tiene miedo! ―le chinchó ella―. No te preocupes, Rudi. Claro que puedes vivir con ella si quieres, yo no me opongo. Pero tampoco me puedes decir eso de “no me llames”. Puede que tenga que llamarte por algo importante.

―¿Como por ejemplo? ―preguntó él, sonriente.

―¿Cómo que por ejemplo? Pues... pues, por ejemplo, si se me atasca el retrete y no me pasa el agua de un depósito al otro, ―inventó ella―. Entonces sí puedo, ¿no?

―No sé.

―Pues claro que sí. Además, no tienes que temerla, Rudi. Somos dos contra una.

―¿A quién?

―A tu mujer.

―Adiós, Ío.

―¿Estás cansado, no?

―Sí.

―Bueno, vale. Dame las buenas noches y vete a dormir.

―Buenas noches.

―Y con ella ni hables.

―Vale ―rió él―. No lo haré.

Aún sonriente, volvió con su mujer.

―Era Ío ―dijo―. Así se llama la niña. Qué gracia, ¿no?

―Sí ―contestó ella, recelosa.

―No podía resolver un problema de dos depósitos. Está en séptimo u octavo, no recuerdo.

―¿Y tú le has ayudado con el problema?

―No ―dijo él―. A mí ya se me ha olvidado todo, y los problemas de depósitos son verdaderamente difíciles.


***


Aquella mañana el teléfono sonó con las primeras luces del alba. Qué luces del alba, no había ni una luz, toda la ciudad dormía el último sueño antes del amanecer. Levantándose, Rúdolf echó un vistazo al edificio de enfrente: aún no había ninguna luz encendida. Sólo los portales brillaban como armónicas con una luz metálica en cuatro líneas rectas. El teléfono no paraba de dar timbrazos. Caminando hacia él, Rúdolf miró el reloj: las cinco y media.

―Dígame ―dijo enfadado al auricular.

―Rudi, Rudi,...

Él enfureció.

―Pero bueno, pero esto es el colmo...

―Rudi ―le interrumpió la voz―, escucha, no te enfades. Aún no sabes lo que ha pasado.

―¿Qué ha pasado? ―preguntó él, tranquilizándose.

―Rudi, ya no eres Rudi, sino Rudolfio ―declaró la voz con solemnidad―. ¡Rudol-fio! ¿No es genial? Se me acaba de ocurrir. Rúdolf e Ío, si los juntas, dan Rudolfio, como en italiano. Venga, repítelo.

―Rudolfio ―En su voz se mezclaban la rabia y la desesperación.

―Correcto. Ahora tenemos un mismo nombre, somos inseparables. Como Romeo y Julieta. Tú eres Rudolfio y yo también soy Rudolfio.


―Escucha ―dijo él, volviendo en sí―. ¿La próxima vez podrías ponerme nombres a una hora más decente?

―¿Es que no lo entiendes? No podía esperar. Además, ya es hora de que te levantes. No lo olvides, Rudolfio: a las siete y media te espero en la parada del tranvía.

―Hoy no voy en tranvía.

―¿Por qué?

―Hoy estoy de permiso.

―¿Qué permiso?

―Un día de permiso es un día libre en el trabajo, hoy no trabajo.

―Aaah... ―dijo ella―. ¿Y yo qué?

―No sé. Tú vete a la escuela y punto.

―¿Y tu mujer también tiene día de permiso?

―No.

―Ah, menos mal. Bueno, pues no lo olvides: ahora nos llamamos Rudolfio.

―Me alegro.

Colgó el teléfono y, echando pestes, fue a hacerse un té. Total, ahora ya no podría dormirse. Además, en la casa de enfrente ya había encendidas tres luces.


***


A mediodía llamaron a la puerta. Él estaba fregando el suelo y, al abrir, aún sostenía en las manos un trapo húmedo que, por alguna razón, había olvidado depositar de camino.

Era ella.

―Hola, Rudolfio.

―¡Tú! ―exclamó sorprendido―. ¿Qué sucede?

―Yo también me he cogido un día de permiso.

Lo dijo con cara de santa, sin un atisbo de aquello que llaman remordimientos.

―¡Pero cómo! ―respondió él con una voz viril―. O sea que te has saltado las clases. Anda, pasa, ya que has venido. Ahora termino de fregar.


Ella pasó sin quitarse el abrigo y se sentó en un sillón junto a la ventana a mirar como él, arrodillado, pasaba el trapo por el suelo.

―Rudolfio, yo creo que no eres feliz en la vida conyugal ―declaró ella al cabo de un minuto.

Él se irguió.

―¿De dónde has sacado eso?

―Es muy obvio. Por ejemplo, friegas el suelo sin ningún placer, eso a las personas felices no les pasa.

―No inventes ―dijo él, sonriendo.

―¿Tú dirías que eres feliz?

―Yo no digo nada.

―¿Ves?

―Tú empieza por quitarte el abrigo.

―Te tengo miedo ―dijo ella, apartando la vista hacia la ventana.

―¿Qué?

―Es que eres un hombre.

―¡Ah, es eso! ―Él soltó una carcajada―. ¿Y cómo te has atrevido a venir aquí?

―Pues porque tú y yo somos Rudolfio.

―Sí ―dijo él―, lo olvidaba. Obviamente, esto me impone ciertas obligaciones.

―Por supuesto.

Ella guardó silencio y, acompañada por el sonido del balde en la cocina, permaneció callada en el sillón. Pero, cuando él salió a su encuentro, el abrigo colgaba ya del respaldo del sillón e Ío tenía un semblante pensativo y triste.

―Rudolfio, hoy he llorado ―confesó de repente.

―¿Por qué, Ío?

―Ío no, Rudolfio.

―¿Por qué, Rudolfio?

―Por mi hermana mayor. Ha montado un escándalo cuando he decidido cogerme un día de permiso.

―Creo que tiene razón.

―No, Rudolfio, no la tiene ―Se levantó del sillón y se puso de pie junto a la ventana―. Una vez se puede hacer, no sé por qué no lo entendéis. Ahora estoy tan contenta hablando contigo...

Volvió a guardar silencio. Él la miró atentamente. A través del vestido se dibujaban las curvas de sus pechos, como dos pequeños niditos formados por pájaros para depositar en ellos a sus crías. Observó que en apenas un año su rostro se afinaría y embellecería, y le entristeció la idea de que un día también ella tendría novio. Fue hacia ella, la tomó por los hombros y, sonriendo, dijo:

―Todo va a ir bien.

―¿De verdad, Rudolfio?

―De verdad.

―Te creo ―dijo ella.

―Sí.

Él quería alejarse pero ella lo llamó:

―¡Rudolfio!

―Sí.

―¿Por qué te casaste tan pronto? Un par de años más y yo me habría casado contigo.

―No te precipites ―dijo él―. Algún día te casarás con un tipo genial.

―Yo querría contigo.

―Él será mejor que yo.

―Sí, claro ―dijo ella en un tono escéptico―. ¿Tú crees que los hay mejores?

―Mil veces mejores.

―Pero no será tú ―quiso fingir un suspiro.

―Por qué no tomamos un té ―propuso él.

―Vale.

Él fue a la cocina y puso a hervir la tetera.

―¡Rudolfio!

Ella estaba junto a las estanterías de libros.

―Rudolfio, tenemos el nombre más bonito del mundo. Mira, ni siquiera los escritores tienen uno mejor. - Calló un instante. - Quizá sólo éste. E-xu-pé-ry. Bonito, ¿verdad?

―Sí ―dijo él―. ¿Lo has leído?

―No.

―Cógelo y léelo. Pero no más “días de permiso”, ¿trato hecho?

―Trato hecho.

Ella fue a ponerse el abrigo.

―¿Y el té?

―Rudolfio, mejor me voy, ¿vale? ―Su sonrisa se volvió triste―. No le digas a tu mujer que he estado aquí, ¿vale, Rudolfio?

―Está bien ―prometió él.



Cuando ella se fue, él se sintió angustiado, estaba lleno de una angustia inexplicable hasta ahora desconocida que, sin embargo, existe en la naturaleza. Se vistió y salió a la calle.


***


La primavera llegó como de repente, casi sin avisar. En pocos días, la gente se volvió más amable, y éstos pocos días a él le parecieron como una transición de un período de espera a uno de realización, ya que los sueños de primavera, con la maestría de una experta vidente, le auguraban felicidad y amor.



Uno de esos días, ya por la tarde, cuando Rúdolf volvía a casa, lo detuvo una mujer mayor.

―Soy la madre de Ío ―comenzó a decirle―. Disculpe, usted se llama Rudolfio, ¿verdad?

―Sí ―contestó él con una sonrisa.

―Lo conozco por mi hija. Últimamente habla mucho de usted, pero yo...

Ella vaciló, y él entendió lo difícil que era para ella preguntar lo que, como madre, debía preguntar.

―No se preocupe ―dijo él―. Ío y yo somos muy amigos y no va a pasar nada malo.

―Por supuesto, por supuesto ―se apresuró a contestar, alterada―. Pero Ío es una chica fantasiosa y a nosotras no nos escucha. Y si usted tiene alguna influencia sobre ella... Entienda mis temores, está en una edad en la que una debe tener mucho cuidado, porque puede hacer cualquier tontería. Además, me preocupa que no tenga ninguna amiga de clase ni de su edad en general.

―Eso no es bueno.

―Lo sé. Me ha parecido que ejerce usted cierta influencia sobre ella...

―Hablaré con ella ―prometió él―. Pero yo creo que Ío es una buena chica, no tiene usted de qué preocuparse.

―No sé, no sé.

―Hasta la vista. Hablaré con ella. Todo irá bien.


***


Decidió llamarla de inmediato para no posponer las cosas, además su mujer no estaba en casa.

―¡Rudolfio! ―era evidente que se había alegrado mucho―. Qué bien que me has llamado, porque he vuelto a llorar.

―No hay que llorar tanto ―dijo él.

―Ha sido todo por el Principito. Me da pena. ¿Es verdad que estuvo en la Tierra?

―Yo creo que sí.

―Yo también lo creo. Y nosotros no lo sabíamos. Es horrible. Y si no fuera por Exupéry, nunca lo habríamos sabido, no me extraña que tenga un nombre tan bonito como el nuestro.

―Ya.

―También estoy pensando que es bueno que se quedara en Principito. Porque da miedo pensar que quizás se habría convertido en alguien de lo más corriente, y aquí ya hay demasiada gente corriente.

―No sé.

―Pero yo sí lo sé, no cabe duda.

―¿Y has leído “El planeta Tierra”?

―Lo he leído todo, Rudolfio. Yo creo que Exupéry es un escritor muy sabio. Da hasta miedo lo sabio que es. Y bueno también. ¿Recuerdas? Compran la libertad de Bark, le dan dinero y él se lo gasta en zapatitos para los niños y se queda sin nada.

―Sí ―dijo él―. ¿Y recuerdas a Bonnafous, que saqueaba a los árabes y ellos lo odiaban y lo querían al mismo tiempo?

―Porque sin él el desierto les habría parecido de lo más corriente, y él hacía del desierto un lugar peligroso y romántico.

―Eres muy lista si entiendes todo eso ―respondió él.

―Rudolfio... ―ella guardó silencio.

―Te escucho ―repuso él.

Ella no dijo nada.

―Rudolfio ―dijo él, algo preocupado―. Ven a mi casa ahora, estoy solo.


***


Mirando a su alrededor, ella fue hasta el sillón y se sentó.

―¿Por qué estás tan callada? ―preguntó él.

―¿Es verdad que no está?

―¿Mi mujer?

―Claro.

―No.

―Es una carcamal.

―¿Una qué?

―¡Una carcamal!

―¿De dónde has sacado esa palabra?

―De nuestra gran lengua. No existe ninguna palabra más apropiada para ella.

―No se puede ser así, Ío.

―Ío no, Rudolfio.

―Ah, sí.

―Hace poco llamé y contestó ella. ¿Sabes lo que me dijo? Que si te llamaba con algún problema de depósitos, que hablara mejor con el profesor. Yo creo que me tiene celos.

―No creo.

―Rudolfio, ¿crees que soy mejor que ella? Yo aún no he terminado de desarrollarme, lo tengo todo por delante.

Él sonrió y asintió con la cabeza.

―¿Ves? Yo creo que ya va siendo hora de que os divorciéis.

―No digas tonterías ―dijo él, cortante―. Te consiento demasiado.

―¿Por amor, verdad?

―No, por amistad.

Ella frunció el ceño y calló, pero no por mucho tiempo.

―¿Cómo se llama?

―¿Quién, mi mujer?

―Sí.

―Claudia.

―Pues menuda la que te ha caído.

Él se enfadó:

―Basta ya.

Ella se levantó, cerró los ojos por un momento y dijo de repente:

―Rudolfio, soy tonta, perdóname, no quería...

―Sólo deja de comportarte como una cría ―le advirtió él.

―Está bien.

Ella se alejó y se volvió hacia la ventana.

―Rudolfio ―dijo ella―, hagamos un trato: finjamos que yo no he estado aquí hoy y que no te he dicho nada, ¿vale?

―Vale.

―Y que este “adiós” te lo he dicho por teléfono.

―De acuerdo.

Ella se fue.

A los cinco minutos sonó el teléfono.

―Adiós, Rudolfio.

―Adiós.

Él esperó, pero ella colgó el teléfono.


***


Ella no volvió a llamar y pasó mucho tiempo sin que volvieran a verse, ya que él volvió a irse de viaje y regresó ya en mayo, cuando por fin en la balanza del sol el verano vencía a la primavera. En aquella época él siempre tenía mucho trabajo, y cuando se acordaba de ella siempre acababa dejando el llamarla para otro momento: hablaré con ella mañana, pasado mañana,... y al final no la llamaba.

Finalmente se encontraron por casualidad en el tranvía. Él la vio y se abrió paso impaciente, temiendo que ella se bajara, puesto que podía bajarse en otra parada, en cuyo caso, seguramente, él no se decidiría a saltar tras ella. Pero ella no se bajó y él se sorprendió al darse cuenta de que esto lo alegraba más de lo que probablemente correspondía a su relación de amistad.

―Hola, Ío ―dijo él, posando una mano sobre su hombro.

Ella se volvió asustada, lo vio y, reaccionando un poco tarde, lo saludó con un movimiento de cabeza.

―Ío no, Rudolfio ―le corrigió, como siempre―. Porque tú y yo aún somos amigos, ¿no?

―Claro, Rudolfio.

―¿Has estado de viaje?

―Sí.

―Te llamé una vez, pero no estabas.

―Volví hace ya una semana.

El tranvía iba muy lleno, por lo que sufrían constantes empujones. Tenían que ir muy cerca el uno del otro, de modo que la cabeza de ella tocaba el mentón de él, y cuando ella alzaba el rostro y él se inclinaba para escucharla, tenía que apartar los ojos de lo cerca que estaban. 

―Rudolfio, ¿quieres que te cuente algo? ―preguntó ella.

―Claro que sí ―dijo él.

Ella volvió a levantar el rostro, tan cerca del suyo que a él le dieron ganas de entornar los ojos.

―Te echo mucho de menos, Rudolfio.

―Qué tontita ―dijo él.

―Lo sé ―ella suspiró―. Pero no me pasa lo mismo con todos los niños, ellos me dan absolutamente igual.

El tranvía se detuvo y los dos se bajaron.

―¿Te vas con Claudia? ―preguntó ella.

―No, vayamos a dar un paseo.

Se dirigieron hacia el río, donde empezaba un descampado, y caminaron sin sendero, saltando terrones y montones de basura, y él la tomó de la mano, ayudándola a sortear los obstáculos.



Ella guardaba silencio. No era propio de ella, pero permanecía callada, y él pensó que, al igual que él, estaría sintiendo una fuerte, punzante e inaplacable excitación.

Llegaron a un terraplén y, cogidos aún de la mano, observaron el río, y algo más allá del río, y el río de nuevo.

―Rudolfio ―dijo ella, sin poder reprimirse―. Nunca me ha besado nadie.

Él se inclinó y la besó en la mejilla.

―En los labios ―pidió ella.

―En los labios se besan sólo las personas más cercanas ―dijo él, atormentado.

―¿Y yo?

Ella se estremeció y él se asustó. Un instante después él entendió, no sintió, sino que entendió, que ella le había pegado, le había dado una bofetada tremenda y había echado a correr por el camino de regreso, a través del descampado y de los terrones, más allá de la excitación y de la esperanza.

Él se quedó pasmado, mirando cómo ella se alejaba corriendo, sin atreverse siquiera a llamarla, sin atreverse a echarse a correr tras ella. Se quedó ahí un rato largo, desolado y odiándose a sí mismo.


* * *


Esto sucedió un sábado. El domingo por la mañana temprano le llamó la madre de ella.

―Rudolfio, le ruego que me disculpe, quizás lo he despertado...

Él habló con voz insegura y temblorosa.

―Dígame.

―Rudolfio, Ío no ha dormido en casa esta noche.

Él debía responder algo, pero se quedó callado.

―Estamos desesperadas, no sabemos qué hacer, cómo organizarnos, es la primera vez que pasa...

―Empiecen por tranquilizarse ―dijo él finalmente―. Es posible que haya dormido en casa de una amiga.

―No sé.

―Lo más seguro es que así sea. Si dentro de dos horas no llega, saldremos a buscarla. Pero tranquilícese, le llamaré dentro de dos horas.

Colgó el teléfono, pensó y se dijo a sí mismo: tú tranquilízate también, quizá haya dormido en casa de una amiga. Pero no podía tranquilizarse, sino que, al contrario, empezaba a sentir un temblor nervioso. Queriendo calmarse, fue al trastero y, silbando una melodía, empezó a revolver entre sus viejos libros de texto de la escuela. El libro de problemas de álgebra se había extraviado por alguna parte y, al encontrarlo, él logró distraerse un poco.

El teléfono, agazapado, callaba. Rúdolf se encerró en la cocina y empezó a hojear el libro de problemas. Ahí estaba: “Si de un depósito se transvasa agua a otro durante dos horas...”.

Sonó el teléfono.

―Ya ha llegado ―La madre no pudo contener el llanto.

Él escuchó en silencio.

―Rudolfio, venga por favor.

Ella volvió a echarse a llorar y después añadió:

―Le ha ocurrido algo.


***


Él se quitó la gabardina sin pedir permiso y la madre le indicó con el dedo la puerta de su habitación.

Ío estaba sentada en la cama sobre sus piernas dobladas y, meciéndose, miraba de frente por la ventana.

―¡Rudolfio! ―la llamó él.

Ella se volvió hacia él y no dijo nada.

―¡Rudolfio!

―Déjalo ―replicó ella con repugnancia―. ¿Qué vas a ser tú Rudolfio? No eres más que un Rúdolf de lo más corriente. Un Rúdolf de lo más corriente, ¿me oyes?

El golpe fue tan fuerte que el dolor sacudió todo su cuerpo al instante, pero se obligó a sí mismo a quedarse, se dirigió a la ventana y se apoyó en la repisa.

Ella seguía meciéndose de atrás para adelante y mirando de frente, cerca de donde estaba él, mientras debajo de ella chirriaban suavemente los muelles de la cama.

―Está bien ―dijo él, dándole la razón―. ¡Pero dime dónde has estado!

―¡Vete al infierno! ―contestó ella en tono cansado sin volverse hacia él.

Él asintió con la cabeza, cogió la gabardina de la percha y, sin responder a las silenciosas preguntas de la madre, bajó las escaleras y se fue al infierno. El domingo acababa de empezar, había pocos transeúntes por la calle y nadie lo paró. Él cruzó el descampado, bajó a la orilla y pensó de repente: ¿y ahora, adónde?


1965



(Traducido del ruso por Inés Goñi Alonso)




























lunes, 26 de septiembre de 2011

Qué hago en un Starbucks

Eso me pregunto en estos momentos.

Recuerdo la primera vez que fui a uno, hace ya 12 años, al lado del supermercado al que íbamos en Canadá. Aquello fue todo un descubrimiento: las mil variedades de bebidas, las cookies, las muffins de diferentes colores y sabores... y, sobre todo, lo nunca visto, el delicioso y refrescante frapuccino. Aquel granizado de café moca nos tenía locas a mi hermana y a mí, e incluso, ya de vuelta en España, pedíamos a mis padres que nos trajeran uno en botellita de cristal cada vez que se iban de viaje.

Confieso que desde entonces mi opinión del Starbucks ha decaído bastante. Por una parte, con los años me he hecho más consciente del factor "precio" y, admitámoslo, ése no es el fuerte de Starbucks. Pero si sólo fuera eso...

Hoy en día en las grandes ciudades (como Londres, donde me encuentro ahora) hay un mercado nada desdeñable de cafeterías estilo Starbucks, como Costa Café o Café Nero por decir las primeras que me vienen a la mente, con la misma variedad de cafés, tés, galletitas y condimentos varios para la bebida, cuyos precios son siempre inferiores al de Starbucks. Además, el café suele ser mucho mejor, por lo menos el de Café Nero lo es. A favor de la gran S podría aducirse que, al menos según ellos, sus productos son de comercio justo y eso puede subir el precio. Vale. Pongamos que me lo trago.

La gota que ha colmado mi metafórico vaso de frapuccino me la han servido hace apenas un rato. He dejado a mi hermana en la puerta de la universidad y he buscado una cafetería para sentarme a trabajar. En Londres, como ocurre cada vez en más ciudades, todas las cafeterías tienen wi-fi gratis. Como la única cafetería decentemente iluminada y con sitio libre que he visto era un Starbucks, he entrado, he pagado 1,50 libras por un té solo y me he sentado a trabajar. He encendido el ordenador y, ¿adivináis lo que viene ahora, no? Internet de pago. He tenido que comprar una tarjeta Starbucks de 5 libras para poder acceder al internet. Para colmo, cuando he vuelto a mi mesa un chico se llevaba mi té.

En definitiva, éstas han sido las últimas 5 libras que me gasto en un Starbucks, a quienes recomiendo que empiecen a cuidar de sus clientes la mitad de bien de lo que cuidan de los agricultores cafeteros de Colombia.

lunes, 22 de agosto de 2011

Nuevo Alfabeto Ruso

Acabo de terminar hoy la refrescante lectura del libro Nuevo Alfabeto Ruso (título original: Новый русский букварь), escrito por Katia Metelizza y traducido por Marian Womack para la editorial Demipage.

Este pequeño tomo de unas 150 páginas contiene una gran fuente de verdades rusas y humanas, observaciones sobre los detalles cotidianos de la vida de la gente (especialmente de la gente rusa) que harán las delicias de cualquiera que, como una servidora, haya tenido la oportunidad de vivirlos de cerca. Además, para cualquier persona interesada en algo más que la verborrea política incesante sobre bolcheviques y mencheviques y zares y perestroikas, este libro le abrirá una ventana a los placeres y las preocupaciones de cualquier ruso de a pie. Desde las salchichas a las casas de campo, desde el control de pasaporte a los frigoríficos ajenos, desde el corte de agua anual hasta las tiendas de delicatessen, ¡queridos camaradas, this is Russia!