martes, 4 de marzo de 2008

Qué dura es la vida del traductor...

... y qué poco nos quejamos. Sin embargo, el ilustre Javier Marías lo hacía por nosotros en un artículo publicado el 29 de enero de 2008 en su columna de EL PAÍS. Nuestra señorita profesora de terminología de la lengua española (la asignatura es casi tan aburrida como su nombre indica) nos lo trajo a clase y yo quiero compartirlo con la humanidad:





EL COMINO DE NUESTRA LENGUA
(JAVIER MARÍAS)



Pocas veces he sentido más indignación que al leer el reportaje que sacó este diario hace dos semanas, de Virginia Collera y Enrique Murillo, sobre la actual situación de los traductores en España. No se me escapa que empezar así resulta un tanto hueco y retórico, dado que, como ustedes saben y padecen, me indigno aquí a menudo. Pero la cantidad de indignaciones no merma la calidad de cada una, y esta ha sido de primera. Hace mucho que no traduzco, con alguna excepción para mi editorial, Reino de Redonda, para la cual lo hago gratis, claro está. Pero en los años setenta y ochenta fue una de mis maneras de ganarme –mal– la vida. Se trata, desde siempre, de una tarea tan importante como mal retribuida y considerada, y a lo largo de decenios los traductores han esperado que al mundo de la edición llegase gente que supiese ser justa con ella: que se dignase poner el nombre del traductor, sin falta, y como se hace en Francia, en la cubierta de los libros; que no fuese indiferente a su calidad; que pagase como es debido algo extremadamente difícil –a veces milagroso– y esencial; que no viese esa actividad como un trámite, o un inevitable engorro, sino como lo que más hay que cuidar a la hora de publicar una obra escrita originalmente en lengua extranjera.

Las condiciones, sin embargo, no sólo no han ido a mejor, sino que han empeorado vergonzosamente. Si por las traducciones literarias se pagaba poco, ahora menos. Si antes se retribuía por folio, ahora la avaricia y tacañería de muchos editores los lleva a descontar cuanto no contenga texto –los diálogos, los puntos y aparte, los versos, los finales de capítulo, los sangrados–, como si las pausas no formaran parte de los textos y como si éstos se escribieran en un rollo de papel higiénico ancho, todo seguido. (Esto hace que los traductores ingresen un 20% menos … de lo que ya era una miseria.) Por último, cuentan Collera y Murillo, hay ya unas cuantas editoriales, algunas riquísimas –Planeta, Random House Mondadori, Gredos, Urano–, que llevan a cabo una de las prácticas más vejatorias, explotadoras e insensatas que se pueden concebir: “subastas a la baja”, consistentes en que el editor ofrece un libro a tres o cuatro traductores, y el que esté dispuesto a vertérselo al castellano por una tarifa más baja, se llevará el gato al agua. Esto equivale a premiar al que tiene en menos su tarea, al que –en consonancia con el ridículo precio acordado– se tomará las molestias mínimas y entregará una chapuza, al que no se sentirá obligado ni a consultar el diccionario en caso de duda, ni tendrá reparo en cambiar o suprimir los pasajes que no entienda bien. En suma, al que tradicionalmente se llamaba “intruso” o “revientaprecios”. Es justamente lo contrario de lo que se hace en Francia, donde, si un traductor se ofrece a trabajar por una tarifa inferior a la habitual, el editor desconfiará de él, dudará de su competencia y de la estima que su propia labor le merece, y, ya sólo por eso, no le entregará la obra. Aquí, el mundo al revés. Cuanto más barato sea alguien, más trabajo se le dará. Claro que también se puede ser barato por desesperación o por bisoñez, porque hay que sacar dinero de donde sea o porque se está empezando y es lo único que se quiere, empezar. Pero lo más frecuente es que se sea barato por mediocridad, aprovechamiento o haraganería.

Más de una vez he hablado del lamentable estado de nuestra lengua y de nuestras traducciones en particular, de las cuales nos nutrimos tanto o más que de lo escrito en español (¿o es que no son traducción innumerables noticias de prensa y televisión, o los subtítulos de las películas y las series?). Pero es que el círculo vicioso ya está creado, gracias en buena medida a los editores iletrados y avaros: éstos dan el trabajo al más pringado, éste aplica la ley de la jeta y no se molesta en mejorar, los críticos casi nunca enjuician las traducciones, para bien ni para mal, de modo que esos editores a los que se les debería caer la cara de vergüenza por ofrecer productos defectuosos cuando no infames, jamás son reprendidos por nadie ni ven disminuir sus beneficios, como merecerían; y a los lectores, por último, parece darles todo igual, o ya no saben distinguir. Hoy hay muchos que creen estar al día y haber leído a los mejores autores extranjeros, cuando lo único que han leído es un burdo simulacro, patoso y lleno de infidelidades y errores, de lo que originalmente escribieron. Así como uno no compra la leche Tal o los embutidos Cual, la nevera X o el ordenador Z porque sabe que son una porquería, a estas alturas deberíamos ya saber que de la editorial H o V uno jamás debe adquirir un libro traducido. Yo mismo podría darles aquí una pequeña lista, pero esa no es mi misión. Lo sería de los críticos, en primer lugar, y de los propios lectores a continuación. Y sólo así, al cabo del tiempo, podría acabarse con lo que expresaba un veterano traductor en el reportaje mencionado: “Hasta que podamos demostrar que las traducciones, las buenas y las malas, afectan a las ventas, a las editoriales les importarán un comino”. Las traducciones también conforman –cada vez más– nuestra lengua, y ésta, francamente, jamás debería importarnos un comino a ninguno de los que la hablamos.

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